quinta-feira, 10 de outubro de 2013

Los ojos que comían carne



Os olhos que comiam carne – conto do escritor maranhense Humberto de Campos Veras
Tradução: Diana Margarita



La mañana siguiente a la aparición, en las librerías, del octavo y último volumen de Historia del Conocimiento Humano, obra en que había gastado catorce años de una existencia consagrada, entera, al estudio y a la meditación, el escritor Paulo Fernandes esperaba, inútilmente, a que el sol penetrara en la habitación. Extendido, de espaldas, en su cama de soltero, los ojos vueltos hacia la dirección de la ventana que había dejado entreabierta en la víspera para la visita de la claridad matutina, sentía que la noche se iba prolongando demasiado. La habitación permanecía oscura. Afuera, sin embargo, había rumores de vida. 

Los tranvías pasaban tintineando. Se oía ruido de carros en el empedrado áspero. Los automóviles bocinaban como si el sol ya estuviera alto. Y, sin embargo, aún era de noche. Se fijó mejor, y notó movimiento en la casa. Distinguía perfectamente el arrastrar de una escoba, barriendo el patio. Se imaginó que el viento habría cerrado la ventana, impidiendo la entrada del día. Levantó, entonces, el brazo y apretó el botón de la lámpara. Pero la oscuridad prosiguió. Evidentemente, el día no le comenzaba bien.
Apretó el botón de la campanilla y esperó.

Al fin de algunos instantes, llaman suavemente a la puerta.

—Entra, Roberto.

El sirviente empujó la puerta y entró.

¿Esta lámpara está quemada, Roberto? - indagó el escritor, al escuchar los pasos del empleado en la habitación.

—No, señor. Incluso esté encendida...

¿Encendida? ¿La lámpara está encendida, Roberto? — exclamó el amo, sentándose repentinamente en la cama.

—Sí lo está, señor. Usted no ve que está encendida porque la ventana está abierta.

¿La ventana está abierta, Roberto? — gritó el hombre de letras, con el terror visible en su semblante.

—Sí lo está, señor. Y el sol llega hasta el medio de la habitación.


Paulo Fernando se hundió la cara entre las manos y se quedó inmóvil, petrificado por la verdad terrible. Se había quedado ciego. Acababa de realizarse lo que hace mucho pronosticaban los médicos.
La noticia de aquel infortunio pronto se extendía por la ciudad, impresionando y conmoviendo a quien la recibía. La muerte de los ojos de aquel hombre de cuarenta años, cuya juventud había sido consumida en la intimidad de un despacho, y cuyas primeras canas habían nacido a la luz de las lámparas, delante de las cuales había pasado ocho mil noches estudiando, llenaba de pena a los más indiferentes a la vida del pensamiento. Era una fuerza creadora que desaparecía. Era una gran máquina que paraba. Era una antorcha que se extinguía en medio de la noche, dejando desorientados en la oscuridad a los que lo habían tenido por guía. Y fue cuando, de súbito, y como que providencialmente, surgió en la prensa la información de que el profesor Platen, de Berlín, había descubierto el proceso de restituir la vista a los ciegos, una vez que la pupila se conservara íntegra, y se tratara, tan solo, de destrucción o defecto del niervo óptico. Y, con esa información, la de que el eminente oculista pasaría pronto por Río de Janeiro, a fin de realizar una operación de ese género en un opulento estanciero argentino, que se encontraba ciego hace seis años y no tergiversara en cambiar la mitad de su fortuna por la antigua luz de sus ojos.

La ceguera de Paulo Fernando, con sus causas y síntomas, se encuadraba rigurosamente en el proceso del profesor alemán: había resultado del seccionamiento del nervio óptico. Y era por el restablecimiento de este, por medio de aleaciones artificiales con una composición metálica de su invención, que el sabio de Berlín realizaba su milagro quirúrgico. Así, se emplearon esfuerzos para que Platen desembarcara en Río de Janeiro por ocasión de su viaje a Buenos Aires.

Tres meses después, se efectuaba, de hecho, ese desembarque. Para no perder tiempo, se encontraba Paulo Fernando, desde la víspera, en el Gran Hospital de Clínicas. Y ya se encontraba en la sala de operaciones, cuando el famoso cirujano entró, rodeado de colegas brasileños, y de dos auxiliares alemanes, que lo acompañaban en el viaje, y le estrechó calorosamente la mano.

Paulo Fernando no presentaba, en la fisionomía, la menor señal de emoción. La cara afeitada, el pelo gris y rizado peinado hacia atrás, y los ojos abiertos, mirando sin ver: ojos castaños, ligeramente salidos, por el hábito de venir a beber la sabiduría aquí afuera, y con marcas oscuras de sangre, como reminiscencia de las noches de vigilia. Llevaba un pijama de algodón blanco, de cuello caído. Las manos de dedos delgados y cortos sostenían los dos bordes de la silla, como si estuviera al borde de un abismo, y temiera volcarse en la vorágine.

Los ojos abiertos, parpadeando, Paulo Fernando oía, alrededor, órdenes en alemán, retiñir de metal dentro de una lata, chorro de agua, y pasos pesados o ligeros, de desconocidos. Esos rumores eran, en su espíritu, causa de nuevas reflexiones.

Solo ahora, después de ciego, verificaba la sensibilidad de la audición, y sus relaciones con el alma, por medio del cerebro. Los pasos de un extraño son completamente distintos de los de una persona a quien se conoce. Cada criatura humana pisa de un modo. Sería capaz de identificar, ahora, por el paso, a todos sus amigos, como si tuviera vista y le pusieran delante de los ojos el retrato de cada uno de ellos. E imaginaba cuán curioso resultaría organizar un álbum auditivo para los ciegos, como los de dactiloscopia, cuando uno de los médicos le tocó el hombro, diciéndole amablemente:

—Está todo listo... Vamos a la mesa... Dentro de ocho días estará bien.

El escritor sonrió, céptico. Habiendo leído a los filósofos, esperaba, indiferente, la cura o la permanencia en la tiniebla, al no descubrir ninguna originalidad en su castigo y ningún mérito en su resignación. Comprendía la inocuidad de la esperanza y la inutilidad de la queja. Se incorporó, así, a tientas, y, por la mano del médico, subió a la mesa de hierro blanco, se acostó a lo largo, dejó que le pusieran la máscara para el cloroformo, sintió que se quedaba liviano, aéreo, imponderable. Y nada más supo ni vio.

El proceso Plateu se constituía de una aplicación de la ley de Roentgen, de que resultó el Rayo-X, y que ponía en contacto, por medio de delicadísimos hilos de una aleación metálica recientemente descubierta, el nervio seccionado. Lo completaba una especie de parafina adaptada al globo ocular, que puesta en contacto directo con la luz, restablecía integralmente la función de ese órgano. Científicamente, estaba más para un misterio que para un hecho. La verdad, era que las publicaciones europeas hacían, livianamente o no, referencias constantes a las curas milagrosas realizadas por el cirujano de Berlín, y que su nombre, pronto, se propagará por el mundo, como el de uno de los grandes bienhechores de la Humanidad.

Media hora después, las puertas de la sala de cirugía del Gran Hospital de Clínicas se reabrieron y Paulo Fernando, aún inerte, volvía, en una mesilla de ruedas silenciosas, a su habitación de pensionista. Las manos blancas, puestas a lo largo del cuerpo, eran como las de un muerto. La cara y la cabeza envueltas en gasa, dejaban a muestra tan solo la nariz afilada y la boca entreabierta.

Y no había transcurrido otra hora, y ya el profesor Platen se encontraba, de nuevo, a bordo, dejando la recomendación de que no se le quitara la venda, que le había puesto al enfermo, antes de dos semanas.

Doce días después pasaba él, de nuevo, por Río, de regreso a Europa. Visitó nuevamente al operado, y dio nuevas órdenes a los enfermeros. Paulo Fernando se sentía bien.

Recibía visitas, conversaba con los amigos. Pero el resultado de la operación solo se verificaría tres días más tarde, cuando se quitara la gasa. El santo estaba tan seguro de su prestigio que se marchaba sin esperar por la verificación del milagro.

Llega, sin embargo, el día ansiosamente esperado por los médicos, más que por el enfermo. El Hospital se llenó de especialistas, pero la dirección solo permitió, en la sala en que se iba a cortar la gasa, la presencia de los asistentes del enfermo. Los otros se quedaron afuera, en la sala, para ver al enfermo, tras la cura.

Por el brazo de dos asistentes, Paulo Fernando cruzó la sala. De aquí y de allí, le felicitaban anticipadamente, le estrechaban la mano con vigor, y él agradecía con una sonrisa sin dirección. Hasta que la puerta se cerró, y el enfermo, sentado en una silla, escuchó el estallido de la tijera, cortando la gasa que le envolvía la cara.

Dos, tres vueltas son deshechas. La emoción es profunda, y el silencio completo, como el de una tumba. El último trozo de gasa gira en el balde. Al médico le tiemblan las manos. Paulo Fernando, inmóvil, espera la sentencia final del Destino.


¡Abra los ojos! — dice el doctor.

El operado, con los ojos abiertos, mira a su alrededor. Mira y, en silencio, muy pálido, se va incorporando. La pupila entra en contacto con la luz, y el observa, distingue, ve. Pero es horrible lo que ve. Ve, alrededor, criaturas humanas. Pero esas criaturas no usan ropas, no tienen carne; son tan solo esqueletos; son huesos que se mueven, tibias que andan, ¡calaveras que abren y cierran las mandíbulas! Sus ojos comen la carne de los vivos. Su retina, como los rayos-X, atraviesa el cuerpo humano y solo se detiene en osamenta de los que la cercan, ¡y delante de las cosas inanimadas! El médico, delante de él, ¡es un esqueleto que tiene una tijera en la mano! Otros esqueletos andan, giran, se apartan, se aproximan, ¡como un bailado macabro!

De pie, los ojos muy abiertos, la boca abierta y muda, los brazos levantados en una actitud de pavor, y de pasmo, Paulo Fernando corre en dirección a la puerta, que más adivina que ve, y la abre. Y lo que ve, en la multitud de médicos y de amigos que lo esperan allí afuera, es un torbellino de espectros, de esqueletos que marchan y mueven los dientes, como si hubieran abierto un osario cuyos muertos quisieran salir. Da un grito y retrocede. Retrocede, lento, de espaldas, el asombro visible en la cara. Los esqueletos marchan hacia él, intentando retenerlo.

¡Apártense! ¡Apártense! — intima, en un rugido que hace estremecer a toda la sala.

Y, metiéndose las uñas en la cara, las hunde en las órbitas, y arranca, en un movimiento de desespero, los dos glóbulos ensangrentados, y se tumba contorciéndose al suelo, exprimiendo en las manos aquellos ojos que comían carne, y que, devorando macabramente la carne a los vivos, convertían la vida humana, alrededor, en un siniestro baile de esqueletos...

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