segunda-feira, 21 de outubro de 2013

O Relógio de Ouro, Machado de Assis

El Reloj de Oro
tradução: Diana Margarita




Ahora contaré la historia del reloj de oro. Era un gran cronómetro, completamente nuevo, colgado a una elegante cadena. Luís Negreiros tenía mucha razón en quedarse boquiabierto cuando vio el reloj en casa, un reloj que no era de él, ni podía ser de su mujer. ¿Sería ilusión de sus ojos? No lo era: el reloj allí estaba sobre una mesa de la habitación, mirándole, tal vez tan admirado, como él, del lugar y de la situación.

Clarinha no estaba en la habitación cuando Luís Negreiros allí entró. Se quedó en la sala, hojeando una novela, sin corresponder mucho ni poco al ósculo con que el marido la saludó al entrar. Era una linda joven esta Clarinha, aunque un poco pálida, o quizá por eso mismo. Era pequeña y delgada; de lejos parecía una niña; de cerca, quien le observara los ojos, vería bien que era mujer como pocas. Estaba blandamente recostada en el sofá, con el libro abierto, y los ojos en el libro, los ojos tan solo, porque el pensamiento, no estoy seguro si estaba en el libro, si en otra parte. En todo caso, parecía ajena al marido y al reloj.

Luís Negreiros se sirvió del reloj con una expresión que yo no me atrevo a describir. Ni el reloj, ni la cadena eran de él; tampoco eran de personas que él conociera. Se trataba de un enigma. A Luís Negreiros le gustaban los enigmas, y pasaba por ser descifrador intrépido; pero le gustaban los enigmas en los almanaques o en los periódicos. Adivinanzas palpables o cronométricas, y sobre todo sin sentencia, no las apreciaba Luís Negreiros.

Por ese motivo, y otros que son obvios, comprenderá el lector que el esposo de Clarinha se dejara caer en una silla, se tirara rabiosamente del pelo, pateara el suelo, y lanzara el reloj y la cadena sobre la mesa. Terminada esta primera manifestación de furia, Luís Negreiros cogió nuevamente los fatales objetos, y de nuevo los examinó. Se quedó igual. Cruzó los brazos durante algún tiempo y reflexionó sobre el caso, interrogó a todos sus recuerdos, y concluyó al fin de todo que, sin una explicación de Clarinha cualquier procedimiento seria en vano o precipitado.

Fue a hablar con ella.

Clarinha acababa justamente de leer una página y pasaba la hoja con el aire indiferente y tranquilo de quien no piensa en descifrar enigmas de cronómetro. Luís Negreiros la encaró; sus ojos parecían dos relucientes puñales.

—¿Qué te pasa? — preguntó la joven con la voz dulce y tierna que toda la gente le encontraba.

Luís Negreiros no respondió a la interrogación de la mujer; la miró durante algún tiempo; después dio dos vueltas por la sala, pasándose la mano por el pelo, de modo que la joven otra vez le preguntó:

—¿Qué te pasa?

Luís Negreiros se paró delante de ella.

—¿Qué es esto? — dijo él sacándose del bolsillo el fatal reloj y presentándoselo delante de los ojos. —¿Qué es esto? — repitió él con voz de trueno.

Clarinha se mordió los labios y no respondió. Luís Negreiros mantuvo durante algún tiempo el reloj en la mano y los ojos en la mujer, que tenía los suyos en el libro. El silencio era profundo. Luís Negreiros fue el primero en romperló, tirando estrepitosamente el reloj al suelo, y diciéndole en seguida a su esposa:

—¿Vamos, de quién es ese reloj?

Clarinha alzó lentamente los ojos hacia él, los bajó después, y musitó:

—No lo sé.

Luís Negreiros hizo un gesto como de quien quisiera estrangularla; se contuvo. La mujer se levantó, tomó el reloj y lo puso sobre una mesa pequeña. No pudo contenerse Luís Negreiros. Caminó hacia ella, y, apretándole los pulsos con fuerza, le dijo:

—¿No vas a responderme, demonio? ¿No vas a explicarme este enigma?

Clarinha hizo un gesto de dolor, y Luís Negreiros inmediatamente le soltó los pulsos que estaban amoratados. En otras circunstancias es probable que Luís Negreiros se le tirara a los pies y le pidiera perdón por haberle lastimado. En aquella, ni se acordó de ello; la dejó en el medio de la sala y empezó a pasear de nuevo, siempre agitado, parando de vez en cuando, como si meditara algún desenlace trágico.

Clarinha salió de la sala.

Poco después vino un esclavo a decirle que la cena estaba puesta.

—¿Dónde está la señora?

—No lo sé, señor.

Luís Negreiros fue a buscar a la mujer, la encontró en una salita de costura sentada en una silla baja, con la cabeza entre las manos, sollozando. Al oír el ruido que él hizo en la ocasión de cerrar la puerta detrás de sí, Clarinha alzó la cabeza, y Luís Negreiros pudo verle el rostro húmedo de lágrimas. Esta situación fue aún peor para él que la de la sala. Luís Negreiros no podía ver llorar a una mujer, sobre todo a la suya. Iba a secarle las lágrimas con un beso, pero reprimió el gesto, y caminó frío hacia ella: tomó una silla y se sentó delante de Clarinha.

—Estoy tranquilo, como ves, dijo él, respóndeme a lo que te pregunté con la franqueza que siempre usaste conmigo. Yo no te acuso ni sospecho nada de ti. Simplemente quisiera saber cómo apareció allí aquel reloj. ¿Fue tu padre el que lo olvidó aquí?

—No.

—Pero entonces…

—¡Oh, no me preguntes nada! exclamó Clarinha; ignoro cómo ese reloj se encuentra allí… No sé de quién es… déjame.

—¡Es demasiado! — rugió Luís Negreiros, levantándose y tirando la silla al suelo.

Clarinha se estremeció, y se quedó donde estaba. La situación se volvía cada vez más grave; Luís Negreiros paseaba cada vez más agitado, girando los ojos en las órbitas, y pareciendo presto a tirarse sobre la infeliz esposa. Esta, con los codos en el regazo y la cabeza entre las manos, tenía los ojos clavados en la pared. Pasó así cerca de un cuarto de hora. Luís Negreiros iba de nuevo a interrogar a la esposa, cuando oyó la voz del suegro, que subía las escaleras gritando:

—¡Eh, don Luís! ¡Oye, pillo!

—¡Ahí viene tu padre! —dijo Luís Negreiros—; luego me las pagarás.

Salió de la sala de costura y fue a recibir al suegro, que ya estaba en el medio de la sala, jugueteando con la sombrilla, con gran riesgo de los jarrones y del candelabro.

—¿Ustedes estaban durmiendo? preguntó el señor Meireles quitándose el sombrero y limpiándose la frente con un gran pañuelo rojo.

—No, señor, estábamos conversando…

—¿Conversando?… repitió Meireles.

Y añadió consigo:

—Estaban discutiendo… es lo que ha de ser.

—Vamos justamente a cenar, dijo Luís Negreiros. ¿Cena con nosotros?

—No vine aquí para otra cosa —acudió Meireles— ceno hoy y mañana también. No me invitaste, pero da igual.

—¿No le invité?…

—Sí, ¿no cumples años mañana?

— ¡Ah! es cierto…

No había razón aparente para que, después de estas palabras dichas con un tono lúgubre, Luís Negreiros las repitiera, pero esta vez con un tono descomunalmente alegre:

—¡Ah, es cierto!…

Meireles, que ya iba a poner el sombrero en un perchero del pasillo, se dio la vuelta asombrado hacia el yerno, en cuya cara leyó la más franca, súbita e inexplicable alegría.

—¡Está loco! —musitó Meireles.

—Vamos a cenar —bramó el yerno, yendo luego hacia adentro, mientras Meireles, siguiendo por el pasillo, iba al comedor.

Luís Negreiros fue a encontrar a la mujer en la sala de costura, y la encontró de pie, arreglándose el pelo delante de un espejo:

—Gracias —le dijo.

La joven lo miró admirada.

—Gracias —repitió Luís Negreiros—; gracias y perdóname.

Diciendo esto, intentó Luís Negreiros abrazarla; pero la joven, con un gesto noble, rechazó la caricia del marido y se fue al comedor.

—¡Tiene razón! —musitó Luís Negreiros.

Dentro de poco se encontraban los tres a la mesa de cenar, y se sirvió la sopa, que Meireles encontró, como era natural, helada. Ya iba a hacer un discurso a respecto de la incuria de los criados, cuando Luís Negreiros confesó que toda la culpa era suya, porque la cena estaba hace mucho sobre la mesa. La declaración tan solo cambió el tema del discurso, que versó entonces sobre la terrible cosa que era una cena recalentada — qui ne valut jamais rien.

Meireles era un hombre alegre, chistoso, quizá demasiado frívolo para la edad, pero, en todo caso, interesante persona. Luís Negreiros le quería mucho, y veía correspondido ese afecto de pariente y de amigo, tanto más sincero cuanto que Meireles solo tarde y de mala gana le concedió la mano de la hija. Duró el noviazgo cerca de cuatro años, gastando el padre de Clarinha más de dos en meditar y resolver el asunto del casamiento. Al fin dio su decisión, convencido antes por las lágrimas de la hija que por los predicados del yerno, decía él.

La causa de la larga vacilación eran las costumbres poco austeras de Luís Negreiros, no las que él tenía durante el noviazgo, pero las que tuvo antes y las que podría tener después. Meireles confesaba ingenuamente que había sido un marido poco ejemplar, y creía que por eso mismo debía darle a la hija mejor esposo que él. Luís Negreiros desmintió las aprensiones del suegro; el león impetuoso de los otros días, se convirtió en un pacato cordero. La amistad nació franca entre el suegro y el yerno, y Clarinha pasó a ser una de las más envidiadas jóvenes de la ciudad.

Y tal era el mérito de Luís Negreiros cuanto que no le faltaban tentaciones. El diablo se metía a veces en la piel de un amigo y lo invitaba a recordar los antiguos tiempos. Pero Luís Negreiros decía que se había retirado a un buen puerto y que no quería arriesgarse otra vez a las tormentas del alto mar.

Clarinha amaba tiernamente al marido, y era la más dócil y afable criatura que por aquellos tiempos respiraba el aire fluminense. Nunca entre ambos ocurrió el menor desentendimiento; la limpidez del cielo conyugal era siempre la misma y parecía que sería duradera. ¿Qué mal destino le sopló allí la primera nube?

Durante la cena Clarinha no dijo palabra — o pocas dijo y aún así las más breves y en tono seco.

—Están enfadados, no hay duda —pensó Meireles al ver la pertinaz mudez de la hija—. O la enfadada es solo ella, porque él me parece alegre.

Luís Negreiros efectivamente se desdoblaba en agrados, mimos y cortesías con la mujer, que ni siquiera lo miraba completamente. El marido ya daba el suegro a todos los diablos, deseoso de quedarse a solas con la esposa, para la explicación última, que reconciliaría los ánimos. Clarinha no parecía desearlo; comió poco y dos o tres veces se le soltó del pecho un suspiro.

Ya se ve que la cena, por mayores que fueran los esfuerzos, no podía ser como en los otros días. Meireles sobre todo se sentía estrecho. No que temiera algún gran acontecimiento en casa; su idea es que sin fastidios no se aprecia la felicidad, como sin tempestad no se aprecia el buen tiempo. Sin embargo, la tristeza de la hija siempre le quitaba el entusiasmo.

Cuando llegó el café, Meireles propuso que fueran los tres al teatro; Luís Negreiros aceptó la idea con entusiasmo. Clarinha la rechazó secamente.

—No te entiendo hoy, Clarinha —dijo el padre con un modo impaciente—. Tu marido está alegre y tú me pareces abatida y preocupada. ¿Qué te pasa?

Clarinha no respondió: Luís Negreiros, sin saber lo que debía decir, tomó la decisión de hacer bolitas con migas de pan. Meireles se encogió de hombros.

—Ustedes que se entiendan —dijo él—. Si mañana, a pesar de ser el día que es, siguen igual, les prometo que no me verán ni la sombra.
—¡Oh, has de venir! —iba diciendo Luís Negreiros, pero fue interrumpido por su mujer que rompió a llorar.

La cena acabó así triste y fastidiosa. Meireles la pidió al yerno que le explicara qué era aquello, y este le prometió que le diría todo en ocasión oportuna.

Poco después salía el padre de Clarinha protestando de nuevo que, si al día siguiente los hallara del mismo modo, nunca más volvería a la casa de ellos, y que si había cosa peor que una cena fría o recalentada, era una cena mal digerida. Este axioma valía el de Boileau, pero nadie le hizo caso.

Clarinha se retiró a la habitación; el marido, tan solo se despidió del suegro, fue a hablar con ella. La encontró sentada en la cama, con la cabeza sobre una almohada, y sollozando. Luís Negreiros se arrodilló delante de ella y le tomó una de las manos.

— Clarinha —dijo él— pérdoname por todo. Ya tengo la explicación del reloj; si tu padre no me hubiera hablado de venir a cenar mañana, no hubiera sido capaz de adivinar que el reloj era tu regalo de cumpleaños.

No me atrevo a describir el soberbio gesto de indignación con que la joven se incorporó al oír estas palabras do marido. Luís Negreiros la miró sin comprender nada. La joven no dijo nada; salió de la habitación y dejó al infeliz consorte más perplejo que nunca.

—¿Pero qué enigma es este? se preguntaba a sí mismo Luís Negreiros. Si no era un regalo de cumpleaños, qué explicación podría tener el tal reloj?

La situación era la misma que antes de la cena. Luís Negreiros resolvió descubrir todo aquella noche. Le pareció, sin embargo, que era conveniente reflexionar maduramente sobre el caso y tomar una resolución que fuera decisiva. Con este propósito se retiró a su despacho, y allí recordó todo lo que había sucedido desde que había llegado a casa. Analizó fríamente todas las razones, todos los incidentes, y buscó reproducir en la memoria la expresión del rostro de la joven, en toda aquella tarde. El gesto de indignación y la repulsa cuando él fue a abrazarla en la sala de costura, estaban a favor de ella; pero el movimiento con que se mordió los labios en el momento en que se le presentó el reloj, las lágrimas que le reventaron en la mesa, y más que todo el silencio que ella conservaba a respecto de la procedencia del fatal objeto, todo eso hablaba en contra de la joven.
Luís Negreiros, después de mucho cogitar, se inclinó a la más triste y deplorable de las hipótesis. Una idea mala comenzó a enterrársele en el espíritu, como una barrena, y tan hondo le penetró, que se apoderó de él en pocos instantes. Luís Negreiros era hombre furioso cuando la ocasión lo pedía. Profirió dos o tres amenazas, salió del despacho y fue a hablar con la mujer.

Clarinha se había retirado a su habitación. La puerta solo estaba cerrada. Eran las nueve de la noche. Una pequeña lamparilla iluminaba escasamente la habitación. La joven estaba otra vez sentada en la cama, pero ya no lloraba, tenía los ojos fijos en el suelo. Ni siquiera los levantó cuando sintió que el marido entraba.

Hubo un momento de silencio.

Luís Negreiros fue el primero en hablar.

—Clarinha —dijo—, este momento es solemne. Respóndeme a lo que te pregunto desde esta tarde.

La joven no respondió.

—Piénsalo bien, Clarinha —prosiguió el marido—. Puedes arriesgarte la vida.

La joven se encogió de hombros.

Una nube pasó por los ojos de Luís Negreiros. El infeliz marido lanzó las manos al regazo de la esposa y rugió:

—¡Respóndeme, demonio, o mueres!

Clarinha soltó un grito.

—¡Espera! —dijo ella.

Luís Negreiros retrocedió.

—Mátame —dijo ella—, pero lee esto primero. Cuando esta carta llegó tu oficina, tú no estabas, me lo dijo el portador.

Luís Negreiros recibió la carta, se aproximó a la lamparilla y leyó estupefacto estas líneas:

    Mi nhonhô. Sé que mañana cumples años, te mando este recuerdo.

    Tu Iaiá.

Así se acabó la historia del reloj de oro.

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